Ícaro

“Wow!”

No es una interjección española, pero es la única forma que encontré de definir aquello que mis ojos estaban viendo.

Muchas veces, en la vida, asistimos a hechos o momentos que, por aislados o irrelevantes que puedan parecer, nos muestran, en todo su esplendor y complejidad, la paradoja del teatro de la vida, donde todo es lo que es y, sin embargo, nada es lo que parece.

¿Quién me lo habría dicho a mi? Fue de casualidad, nunca esperé que sucediera o, incluso mejor, que jamás habría sido testigo de un hecho como ese.

La caída de los ídolos es una de esas cosas que uno piensa que, quizás, una vez en la vida, podrá presenciar.

Y yo presencié esta.

Cuando lo conocí me pareció distante: sus silencios y su mirada de hielo me transmitieron siempre una falta de sintonía con mi parecer y proceder, siendo yo alguien que, en su viaje por el mundo, ha aprendido a decir exactamente lo que piensa.

Son las cosas del poder: un día, por tu talento, por tu proceder o por cualquiera que sea el motivo, la vida te unge con la cualidad de determinar el destino de algo mucho más grande que tu mismo. En ese camino, como el camino a Ítaca, supongo que muchas cosas cambian: tus circunstancias, tu parecer y tu percepción de lo que te rodea se ven de pronto alterados por un brillante túnel fraguado en “la grandeur”, que dirían los franceses, de tu propósito.

Lo más difícil del poder es, precisamente, no desconectar de la realidad: lo verás en tu político favorito, da igual el color: no saben a qué huele la gente, hace años que no utilizan un medio de transporte público y ni siquiera saben cual es el precio de una barra de pan.

Pero creo que ese no era totalmente su caso: quizás, por eso, los ídolos llegan hasta donde llegan y nosotros, los pobres mortales regidos por el capricho de los dioses, vivimos una existencia donde nuestra capacidad de decisión es pequeña o limitada.

Los ídolos, en cambio, bailan la danza de la muerte con aquellos que mueven los hilos de las marionetas que conformamos esto a lo que llamamos mundo: el poder es una quimera que te seduce y reduce, convirtiéndote en un instrumento del mismo fin al que, en primera instancia, quisiste llegar.

Nunca le sostuve la mirada: no valgo para eso... Las pocas veces que lo tuve delante fue para escucharle: cuando uno no sabe qué decir o, mejor, cuando uno no tiene nada que decir, es mejor quedarse callado y prestar atención a las personas que no siguen tu consejo.

Existe un maravilloso proverbio árabe que recuerdo de vez en cuando: “Si lo que tienes que decir no es más bello que el silencio, entonces no lo digas”...

En mi caso, mea culpa, he de reconocer que no lo sigo: intento, eso sí, que las cosas que salgan de mi boca sean, en mi parecer, honestas, divertidas o, en su defecto, elementos que inciten una reacción honesta de mi interlocutor.

Dato: en una reunión, si a los veinte minutos no encuentras al tonto del grupo, entonces es que el tonto eres tu.

El sabía mi nombre, cosa que siempre me sorprendió, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, yo era y representaba una figura irrelevante. Una vez llego a hablar de su familia y cambiamos pareceres: me di cuenta de inmediato de que, tanto nuestra cultura como nuestros valores, en algún momento, habían tomado direcciones diametralmente opuestas.

Pero nunca perdí  la ocasión de observarle, aprender de lo que el poder conlleva y de lo que según que posiciones en la vida te proporcionan: ver aquello que, desde pequeñito, te dicen que uno puede llegar a ser a base de trabajo y constancia nunca deja de ser atractivo o atrayente.

Porque uno nunca sabe cuán cerca puede llegar a estar de la gloria.

O de la miseria.

El tiempo pasó y nuestros destinos tomaron rumbos diferentes: su alargada sombra se vio cortada por toda una serie de circunstancias que, sin entrar detalles, me alejaron de él y su influencia.

“Aprender de los demás y recordarte quién eres y de dónde vienes”: lo tengo presente cada día de mi vida, porque tus circunstancias cambiarán, estoy seguro, pero lo que eres, lo que te define, es la parte inmutable de tu esencia que, como el Ave Fénix, resurgirá de sus cenizas, por más fuego que utilices para intentar eliminarla.

Dato: acepta que, al igual que el viento sopla en una dirección, lo podrá hacer en la dirección contraria al día siguiente.

Y así sucedió, de forma inexorable: la caída de los ángeles forma parte del día a día en nuestras vidas, por más que se oculte o no se quiera contar.

Siempre estuvo bien rodeado en “los días de gloria”: sus botas nunca relucieron tanto, gracias en parte a la cantidad de lametones que las mismas recibieron de sus lacayos y esbirros.

Fueron días de gloria, de fiesta y alegría, donde la borrachera de poder regó desmanes y desplantes: todos aplaudían y reían sus gracias, sus ingeniosos comentarios o sus grandilocuentes gestos llenos de proverbial soberbia.

Ícaro admiró los paisajes de La Tierra cuando llego al punto mas alto de su vuelo.

Y, como Ícaro, ese fue el principio de su fin.

El destino no tiene sino un cierto sentido de la ironía: los mismos vientos que una vez le otorgaron poder y gloria, le mecieron suavemente hacia la tempestad meciendo la barca en un estruendoso silencio: teme siempre la calma, pues suele avecinar tremendas tempestades.

Aquellos rayos de Sol que una vez le dieron un porte majestuoso, derritieron la cera de sus alas, precipitando así su caída.

Y en su caída, descubrí finalmente el significado de “la soledad del perdedor”: descubrí cuan cruel puede ser tu destino cuando juegas tus cartas de forma errónea y cómo, cuando las cosas se tuercen, no queda nada salvo el silencio de tu derrota y el bulevar de los sueños rotos.

Vi la vileza de hombres buenos tornarse hacia aquellos que, una vez, ostentaron el poder con fuerza: vi cómo la oscuridad eclipsó la luz de aquellos que una vez fueron grandes.

Vi la expresión de la derrota, la reflexión de los hombres caídos, el silencio de su larga partida y su encuentro con el destino.

Y sin embargo, siguió ahí, como el dinosaurio: "no existe dignidad en el poder", porque el poder te seduce, te posee y te obnubila hasta no dejar nada de ti.

Sólo los capitanes de barcos no abandonan la nave en caso de naufragio (y ya ni siquiera).

Resistirse a aceptar el destino, seguir gobernando el barco a la deriva mientras, de reojo, no dejas de mirar al bote salvavidas porque, recuerda, no hay dignidad en el poder, sólo instinto de supervivencia.

Y, con todo, admiré su valentía y su coraje: en la vida, sólo aquellos que se arriesgan a volar alto son aquellos que consiguen ver la majestuosidad de La Tierra y sus paisajes: mi deseo para ti es que te arriesgues y lo intentes, porque la vista merecerá la pena, recordando, eso sí, que cómo Ícaro, tengas cuidado y sepas cuando dejar de aletear las alas y planear para disfrutar del descenso.

Porque aunque caigas en soledad, aunque las cosas no salgan bien, aunque la derrota sea dura, cuando el silencio sea el peor de los reproches y parezca que nada queda tras de ti, podrá aparecer alguien a quien le puedas contar lo que viste y lo aprecie: nada como aceptar tu derrota y continuar el camino que te propusiste en primer lugar.

Y cuando eso suceda, entonces sabrás en quién confiar: sólo en la derrota aparecen aquellos que merecerán tu aprecio. Las victorias atraen a las moscas, pero la derrota atrae a buitres que querrán comerte las vísceras y a aquellos que te tiendan la mano para sacarte del pozo en el que has caído.

Por eso, aquella noche, pude ver por fin cómo sucede y, por un instante, su poder se desvaneció y sólo quedó él, el ser humano que daba forma al espíritu que, apenas un tiempo antes, representaba omnipotencia e inmortalidad.

Y por fin, cuando nuestras miradas se cruzaron, sólo supe asentir y darle aquello que, por un instante, sé que sus ojos reclamaron: en la derrota, sólo queremos comprensión por nuestros errores.

Y aquella noche, finalmente, sólo supe decir "Lo sé... Y lo siento".

Eso es todo: ¡Ámsterdam prevalece!


Paquito
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