Una pequeña anécdota

Hola,

Hay cosas que a uno le suceden y que, con los años, se quedan en el tintero, como experiencias o anécdotas que pudiste vivir en un momento determinado y que pertenecen a un lugar concreto de tu vida.

Hay cosas que vuelven sin ser buscadas, y esta historia, curiosamente, volvió a mí hace una semana, casi 12 años más tarde de que sucediera.

Corría el invierno del año 2000-2001 en el macizo central francés: en él, aunque toda la Galia estaba ocupada, resistía pertinaz un pequeño español que, con su acento y sus historias, intentaba demostrar al mundo que, por el poder de una sonrisa, mientras vivieras, podrías conquistar el universo.

Faltaban unos meses para el 11 de Septiembre y para que unas semanas más tarde de esa terrible fecha nuestra compañía tecnológica favorita (ya sabéis cual) sacara de la manga el producto que lo cambiaría todo (el iPod).

Pero uno, que toda su vida ha sido un rehén de los dispositivos portátiles de música, usaba por aquel entonces un Discman y, en sus ratos de asueto, caminaba las solitarias y frías calles de la capital de "L'Aubergne", Clermont-Ferrand, justo al lado del extinto volcán "Puy-de-Dôme", sede de la Michelín (despelote cuando lo pronunciaba en español y no me entendía nadie y viceversa cuando ellos lo pronunciaban en francés) y sede de un famosísimo festival de cortos al que, ya en 2001, tuve el placer de asistir.

Aquella noche hacía frío, pero eso nunca me ha molestado: caminando por la acera del Boulevard Troudaine, al ritmo seguramente de la banda sonora de "American Beauty" (la cual me hizo compañía tantas veces en aquellos tiempos), observaba las vacías calles y las tenues luces de uno de los pocos bares que estaba abierto.

Caminaba en dirección al centro de la ciudad desde mi residencia y recuerdo la bucólica imagen del boulevard, tranquilo y silencioso, mientras los solitarios semáforos marcaban instrucciones a un inexistente tráfico.

Al cruzar aquel paso de cebra, algo curioso sucedió: un único coche, un Audi de color plateado se acercó lentamente hacia mí y, al hacerlo, observé que la ventana derecha de la parte delantera (la del copiloto) se empezó a abrir, seña casi inequívoca de que, quizás, los ocupantes del vehículo me iban a preguntar algo.

Efectivamente así fue, aunque, para mí sorpresa, no fue la típica pregunta de algún despistado buscando alguna calle o algún lugar en la ciudad (recuerda: principios del año 2001, los smartphones todavía no existen, ni Google Maps ni gaitas: ¡Guía Michelín y vas que chutas! :-)) sino que, de aquella ventanilla, un familiar rostro salió y, con una sonrisa, se dirigió hacia mí para preguntarme algo.

Conocía aquella cara, conocía aquella sonrisa y, sobre todo, conocía aquellos ojos que, en ese instante, fijos e inmóviles, miraban a los míos...

Pero, ¿Cómo no? Siendo fiel a mis principios de absoluto despiste y desinterés en datos personales absurdos tales como los nombres del personal, aunque pude identificar al propietario del peculiar careto que se plantaba ante mí en ese momento, me tomó más o menos casi doce años, hasta hace un par de semanas más o menos, cuando finalmente le supe poner un nombre...

La primera vez que vi esa cara acabé riendo a carcajadas: aquella mirada, junto a un cuerpo altamente expresivo, imitaban el comportamiento de un parisino lleno de sí mismo que, para más INRI, era un conspicuo fumador.

Recuerdo su actuación, su particular humor y su muy interesante forma de entender la vida, fruto de su origen y del cruce de culturas que representaba (francés, pero nacido en Casablanca, de origen judeo-marroquí).

Siendo yo fumador como era por aquel entonces, recuerdo mis carcajadas ante los recuerdos de gente que, en Madrid, había visto alguna vez hablando de esa forma aunque, eso sí, para ser justos, no lo hacían con acento "francilien" (que es el acento de los habitantes de la Región Parisina).

Y ahí lo tenía: esos mismos ojos y esa misma cara estaban ahora ante mí, con una enorme sonrisa y con una leve música que, junto a los ocupantes del coche, rompían el extraño silencio del invierno de aquella ciudad:
- Hola buenas noches - empezó diciéndome con esa educación que, los franceses, con todo, siguen manteniendo a rajatabla 
- Hola - respondí yo.
- Disculpe que le moleste, estamos buscando la calle xxxxxxxx (no recuerdo exactamente cual: mi memoria no da para tanto).
- Vaya - le dije. Lo siento, pero soy extranjero y no conozco bien la ciudad.
Nótese que esta vez la excusa de ser extranjero me salvó: no conozco bien ninguna ciudad en la que he vivido, desconociendo hasta partes de la calle donde he estado viviendo durante años en Madrid (no es coña y no exagero: dato completamente verídico).

Ya digo que, cuando se dirigió a mí, identifiqué aquellos ojos: le hablé con toda la naturalidad del mundo pero, cuando estaba a punto de partir, justo después de darme las gracias (en Francia, aunque te manden a hacer puñetas, uno siempre da las gracias) me volví a dirigir a él con un enorme signo de interrogación en mi cara...
- Discúlpeme - empecé a decir... Yo a Vd. le conozco...
La amable sonrisa de nuestro protagonista se desplegó en su plenitud... Las personas que iban con él en el coche se quedaron en silencio...
- ¿Ah sí? - me respondió con súbito interés.
- Sí... Vd. sale en la tele, ¿Verdad?
Noté un cierto ruidillo en el interior del coche: los amiguetes empezaban a hacer barullo, viéndose venir algo que, unos diez segundos más tarde, se tornaría en una dirección completamente contraria a la que esperaban...
- Sí - me respondió de una forma absolutamente educada.
- Verá, como ya le he dicho soy extranjero y a Vd. le he visto en la tele... Pero, me gustaría preguntarle: ¿Qué es lo que hace Vd. exactamente?
El primero en arrancarse fue el conductor: pude escuchar el "PFFFFFFFFFFF" como ruido de una muy mal disimulada carcajada a la cual, para más INRI, se unieron los pasajeros del asiento de atrás, los cuales empezaron a reírse y a hacerle comentarios a nuestro protagonista.

El hombre aguantó bien el tirón: sonrió y el semáforo se abrió, dándole maniobra para mover el coche, doblar la esquina y encontrarse otro semáforo en rojo donde, esta vez, para alivio de su ego, dos chicas se acercaron para pedirle un autógrafo.

Ahí es donde pude ver su sonrisa de redención ante lo que le acababa de suceder: un pobre extranjero, durante un breve momento, le recordó lo efímero y limitado que puede ser el éxito: en su país podría ser (y es) un actor cómico muy reputado y conocido, pero para el resto del mundo era simplemente alguien a quien nunca sabrías identificar.

La anécdota quedó en aquella esquina para siempre y, aunque la contaría esa misma noche en mi residencia, mi terrible tendencia a no recordar nombres me impidió describir de quién estaba hablando exactamente (año 2001 niños y niñas: todavía creo que no había usado Google y la Web, tal y como la conocemos, estaba en pañales) no consiguió darle credibilidad suficiente.

Pero el destino no tiene sino un cierto sentido de la ironía, porque el tiempo pasa y la vida nos lleva por mil caminos diferentes.

En esos casi doce años volví a mi país y batallé contra mi cultura por algunos meses: cinco años más tarde me iría de una de las organizaciones empresariales más exitosas del mundo, viviría en Alemania, volvería a Madrid y, finalmente, me vendría a vivir al corazón de las antiguas Provincias Rebeldes, espina del corazón de un Imperio que una vez no conoció la puesta de sol en sus dominios y donde el carácter de sus gentes me recordarían los días buenos, malos y horribles que, en mis crónicas, he ido plasmando en esta época...

Y así, hace un par de semanas, hablando con una persona sobre la actualidad, re-descubrí en la página web de un periódico español aquellos ojos de nuevo, no pudiendo creer que era la misma persona que, once  años antes, se dirigió a mí en un semáforo, en el corazón de un país que, una vez, logré amar y respetar.

Porque al fin, aquel gran actor y genial cómico, que era capaz de imitar como nadie a un fumador con acento parisino y actitud pseudo-gafapastosa, siguió sin conseguir un nombre y un apellido que yo pudiera recordar, aunque, ahora sí, sería capaz finalmente de contar esa historia explicando quién era aquel amable señor al que me encontré, en una noche de invierno, en un lugar de la Galia, de cuyo nombre sí puedo acordarme:
- ¿No me jodas que este tío es el novio de la hija de Carolina de Mónaco?
Y, esta vez, él sí me hizo sonreír a mí y a la persona a quién se lo conté: porque aunque no sabré recordar su nombre, podré recordar todo lo demás, como, por ejemplo, el nombre de aquella obra de teatro donde él fumaba de una forma que me hizo llorar de risa ("La vie normale" :-)).

Sólo he tardado, ya digo, casi doce años en contar esta historia, describiendo perfectamente esta vez a quién me encontré esa noche: ya verás el día que te cuente a quién me encontré en Berlín hace unos años :-))

Eso es todo: ¡Amsterdam prevalece! :-))


Paquito
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